En numerosos lugares del mundo el 8 de marzo es una instancia conmemorativa de la lucha de las mujeres por conquistar derechos civiles y políticos. La memoria histórica, que ha sido levantada en su mayoría por investigaciones realizadas por mujeres, nos recuerda la cruel muerte que tuvieron las obreras textiles en Nueva York, el cual no fue solo un hecho aislado ya que el levantamiento de las obreras se enmarca en un contexto social de manifestaciones y huelgas encabezadas por mujeres -y en algunos casos también por niñas trabajadoras de las fábricas- que tuvieron lugar entre 1857 y 1917 en Estados Unidos, Europa, y Latinoamérica.
Si bien el origen del 8 de marzo no es el tema central de esta columna, si es importante destacar que las mujeres que se levantaron exigiendo mejores condiciones laborales consiguieron también cambiar algo en el imaginario colectivo respecto a lo que la mujer era capaz de hacer.
Y es que, si hablamos de movimientos de mujeres, tanto las invisibilizadas luchas que vivieron las mujeres negras que fueron esclavizadas como las revoluciones populares protagonizadas por mujeres en occidente, reflejan un elemento común entre la amplia diversidad de reivindicaciones y realidades. Todas ellas fueron mujeres que cuestionaron lo establecido, cuestionaron la institucionalidad, cuestionaron su realidad para transformarla y mejorarla. Tan solo el ser mujeres pensantes las transformaba en peligrosas.
Pero estos procesos de resistencia se han ido gestando incansablemente a lo largo de la historia por medio de instancias de resistencia colectiva. En Chile, por ejemplo, las primeras mujeres que hablaron de Emancipación, entre otras cosas, lo hicieron en 1935 hacia una sociedad marcada por el conservadurismo y nocivos estereotipos. Asimismo, en lugares de Chile y Latinoamérica, las mujeres de sectores populares no necesitaron de teorías occidentales para saber qué es lo que tenían que hacer. La edificación de las luchas de las mujeres nace desde sus propios saberes, desde ser ellas mismas pensando su realidad y generando conocimiento y experiencias.
Lo que se conoce como “género” alude a una construcción social, es decir, el cómo se concibe cual es el rol que la mujer debiera jugar en la sociedad y los diversos ámbitos de la vida. Estas nociones, si bien han variado con los años a partir de las victorias conseguidas por los movimientos sociales de mujeres y los procesos socioculturales, aun la manera de relacionarse socialmente es en base a los estereotipos y prejuicios que tienen como base concepciones morales o religiosas sobre la mujer. A partir de esto se legitiman situaciones de discriminación y violencia hacia las mujeres y niñas, lo que trae como consecuencia violencia física, psicológica, económica e institucional, de una manera perversa y sistemática; la negación del derecho a la autonomía y la autodeterminación de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo; patrones de conducta que se repiten generacionalmente reproduciendo las mismas condiciones de opresión. Aun en el mundo hay lugares donde las mujeres siguen demandando derechos básicos como acceder a la educación y al trabajo; aun hay lugares donde las mujeres son sometidas a esterilizaciones forzadas, lugares donde las niñas son obligadas a casarse, entre otros tantos.
En la actualidad, el sistema dominante intenta separar cada vez más a la mujer del ejercicio de darse cuenta de sus condiciones de opresión. Por ejemplo, la violencia simbólica que hay detrás de la mercantilización del 8 de marzo y de la romantización de los actos de Femicidios. Otro ejemplo, muy sutil, es la introducción del concepto de “empoderamiento” el que tiene su origen en la lógica capitalista. Inicialmente fue aplicado en el contexto empresarial como un elemento de la teoría organizacional, con el fin estratégico de delegar poder y autoridad a los subordinados para así brindar la sensación de poseer autoridad, aumentando su satisfacción y confianza, por ende, también su productividad. Desde mediados de los 80’ hasta la actualidad, este término ya es parte del lenguaje social y ha sido incorporado a diferentes perspectivas de género y desarrollo humano.
Bajo esta lógica, el empoderamiento de la mujer es percibido como el proceso en que ellas “aprenden” que pueden lograr sus objetivos mediante el reconocimiento de sus propias capacidades, es decir, el estereotipo de mujer que se debe “empoderar” es la mujer como símbolo de vulnerabilidad. O desde la perspectiva del empoderamiento como un elemento útil al momento de mirar a las mujeres como un capital social, como cifras del desarrollo económico de las sociedades. Pero este concepto curiosamente no aplica al momento de hablar sobre las estructuras dominantes. Es decir, se mantiene el deber de sumisión y de obediencia, pero empoderadas.
Contrariamente a esto, cuando las mujeres que fueron protagonistas de grandes transformaciones sociales cuestionaron sus condiciones de opresión, no fue para ser agentes útiles al servicio del sistema dominante, no fue porque “aprendieron” a empoderarse. Pensaron por si mismas y recuperaron su poder.
No es algo nuevo que las mujeres tienen que aprender para autodefinirse como “empoderadas”. Lo que se enseña y lo que se entiende en el imaginario social como un proceso interno de aprendizaje, es en realidad una recuperación del poder ancestral que siempre ha sido parte de las mujeres a través de la historia.
Pensar por ti misma es un derecho del cual han sido despojadas miles de mujeres. Recuperarlo es también honrar la memoria de todas aquellas que fueron quemadas, asesinadas, torturadas, desaparecidas, encarceladas, muertas en combate por la libertad de ti, de mí y de todas las compañeras.
* Por Sista Susy *